EL ROL DEL MILITANTE POLITICO
Más allá de las consignas que esa juventud expone en los mitines y asambleas, poco y nada tiene que ver su práctica ni su mirada estratégica con las de los jóvenes antecesores. No solo difiere con los jóvenes de los '70, sino también con el grupo de los ocho, que lideraba Chacho Álvarez durante el menemismo; o con el grupo de diputados del Frepaso que se opuso a la reforma laboral durante el gobierno de Fernando de La Rúa; o hasta con Miguel Bonasso o Victoria Donda, elegidos diputados en listas del Frente para la Victoria y luego emigrados.
Con razón política o sin ella, todos los nombrados se opusieron a medidas de gobierno en nombre de lo que consideraban un interés superior. Tenían o tienen una mirada más contestataria que complaciente. Hasta exageradamente confrontativa, a partir de la cultura que los insertó en la política o que heredaron de sus entornos personales.
La práctica de la actual juventud no se puede comparar con ninguna etapa previa del peronismo. Tal vez solo tenga algún parangón con la de los jóvenes que adherían a Raúl Alfonsín en 1983, aunque el hecho de tener otra escala de masividad obliga a un análisis independiente. En un caso y en otro, los jóvenes partían y parten del concepto que deben defender al gobierno; que las decisiones y los tiempos del gobierno son definidos con lógicas en las que se debe confiar a rajatabla y su tarea esencial en la política es apoyar.
La medida del éxito no es solo lo que se hace, sino además y sobre todo los votos que se obtienen en las elecciones. En el actual presente histórico, contar con una Presidencia elegida con mayoría absoluta, debería por lo tanto eliminar toda controversia o discusión acerca de lo correcto del camino.
Esta descripción, que resulta simple y es verificable cotidianamente en las manifestaciones públicas de las organizaciones juveniles, plantea sin embargo conflictos entre el decir y el hacer; entre los mitos convocantes y la realidad de cada día.
Esencialmente, ¿qué debe hacer un militante cuando se reúne con compatriotas que viven en un barrio sin cloacas; o con problemas de drogas; o con trabajadores golondrinas; o con cualquier manifestación de la pobreza y la exclusión que todavía existen en gran número en el país, a pesar de los notorios avances? ¿Es un representante del gobierno que explica que se necesita paciencia porque las mejoras ya vendrán? ¿O se debe convertir en un representante de los postergados, dentro del propio gobierno, para acelerar soluciones y para corregir evaluaciones y decisiones que puedan estar equivocadas o ser demasiado morosas?.
La interesarse por la política es pasar a pensar en el destino y la administración de la sociedad como un conjunto.
Hay diferencias importantes entre los miembros de la comunidad sobre la relevancia que le dan a la política. Hay quienes la consideran un tema ajeno a sus vidas. En todo caso, reconocen que lo que sucede en ese ámbito los afecta, positiva o negativamente, pero su interés circula por otro carril. Otros son observadores, con variada intensidad, pero se limitan a informarse y tener criterio propio, sin buscar ser protagonistas en ningún nivel. Otros, finalmente, hacen de la política su preocupación central. Algunos además le dedican a ella la mayoría o todo su tiempo extra familiar.
Este último grupo es la gente que “hace política”: los militantes, activistas, dirigentes barriales o nacionales, funcionarios electivos o ejecutivos designados desde la conducción política.
Por supuesto, no hay edad para sumarse a este grupo, pero el bichito pica sobre todo en algún momento de la juventud. No se trata, ni mucho menos, de un camino lineal, como el que recorrería quien comienza siendo cajero de un banco, con la expectativa de ir ocupando funciones cada vez más destacadas. La visión y la forma de trabajar de un militante político, en cambio, queda definida por el contexto de la situación del país en el momento en que se suma a la tarea.
Desde 1955 hasta 1983, por marcar la primera etapa en la que algunos de quienes lean esto pueden haber comenzado una tarea política, la inestabilidad institucional fue la norma. Además de los reiterados golpes y el genocidio; hasta los gobiernos elegidos por el voto, llegaron en escenarios de proscripción de parte de los votantes o en medio de un clima de tan alta tensión que no podía pensarse el futuro con mínima serenidad.
En consecuencia, quienes se sumaron a la política se dividieron nítidamente en dos categorías:
a) Los que se colocaron dentro de lo que llamamos el campo popular.
b) En mucho menor número, los que por convicción o por conveniencia aportaron a quienes ejercieron el poder.
Los primeros llegaron a su momento histórico con un mandato casi obvio: oponerse a quienes consideraban usurpadores del gobierno y a sus medidas. Hasta en el breve período 1973/76, de ejercicio de un gobierno popular elegido democráticamente, las consignas de los militantes fueron de fuerte enfrentamiento con los poderes reales de la economía y la sociedad. Toda su acumulación de experiencia tuvo que ver con la resistencia, la vocación de cambiar un estado de cosas que casi por definición – con razón plena – se consideraba inaceptable.
En el plano intelectual la tarea se concentró en mostrar y demostrar la opresión o la injusticia, seguramente en mayor proporción que en construir los caminos alternativos, ya que la mayor parte del tiempo el hecho físico de la proscripción, o lisa y llanamente la dictadura, hacían irrisorio plantear programas como los que se formularía frente a una elección.
Aquellos otros que se arrimaron al calor del poder, cualquiera fuera su legitimidad, fueron los típicos soldados de cualquier ejército – también los hay jovencitos -, que prestaron su mente y su trabajo al servicio de manejos institucionales que la historia se encargó luego de deslegitimar en variada proporción. Como atributo complementario a tener en cuenta, sin embargo, porque la mayoría de los primeros que sobrevivieron, y los segundos, siguieron en la política después de 1983, es que los que participaron de gestiones de gobiernos llegaron a la etapa de democracia permanente con un capital técnico que los militantes de la resistencia no tenían.
Desde 1983 en adelante, la intervención en política tuvo un brusco cambio de sentido. La coordinadora radical; las juventudes peronistas cercanas a Carlos Grosso o Eduardo Vaca en Capital Federal; fueron las primeras expresiones de otra forma de “hacer política” respecto de la que conocía la generación anterior. El nuevo tiempo diseñó un escenario donde las elecciones por sufragio universal pasaron a definir quien ejerce el poder en la administración estatal y quien se queda afuera. Puede haber vocación de transformar el destino de la sociedad o de ratificar las desigualdades, pero en cualquier caso hay que someterse periódicamente al veredicto de las urnas. Y esa periodicidad es muy corta: cada dos años.
En tal contexto, los antagonismos previos, contra los poderes concretos, fruto de la estructura económica y social, fueron dando paso a otros antagonismos: aquellos que enfrentaron a los candidatos de cara a las elecciones; aquellos que condicionaron conseguir el voto popular.
Hacer política, en poco tiempo pasó a tener un significado muy específico: ayudar a ganar elecciones. El resultado de esa labor masippva es un producto no tan masivo. Consiste en la delegación de responsabilidades ejecutivas o legislativas en algunos pocos miles de personas, a las cuales el resto coloca en sus cargos mediante el sufragio. A partir de esa delegación, los elegidos –básicamente ellos – tienen en sus manos construir una gestión participativa o no. Esto es; pueden simplemente ocupar el espacio para el cual fueron designados en el aparato del Estado y trabajar rindiendo cuentas ante los organismos de control y listo. En tal caso la delegación es máxima. Te nombraron, te haces cargo y te movés al interior de la estructura administrativa. Ya está.
Tienen una alternativa. Sin violar ni violentar la estructura, pueden convocar a buena parte de los militantes con cuyo trabajo pre electoral accedieron al cargo e implementar con ellos tareas que faciliten el proyecto superador que creen representar. Esto es lo que se conoce como democracia participativa, como alternativa a la democracia delegativa, que es la anterior.
En este cruce de caminos, desde 1983 la dirigencia ha elegido casi todo el tiempo la variante delegativa y la militancia – donde por inercia hay candidatos permanentes a ser dirigencia en cada próximo ciclo electoral – se ha ido encuadrando mansamente en esa lógica. Con lo cual, sin excluir totalmente otro tipo de tareas, la labor política ha ido confluyendo en un tema central: ayudar a ganar elecciones. Y si se puede, influir en el armado de las listas en cada momento.
Hacer política en 2013 resulta así un concepto muy distinto de hacer política en 1970 o 1980. Es lógico además que la nueva acepción provoque variaciones bruscas del entusiasmo y de la adhesión, en tanto y en cuanto depende de que los funcionarios elegidos por el voto popular respeten el mandato o lo contradigan. La traición de las expectativas durante el período 1989-99 no produjo una reacción militante como la anterior a la democracia permanente, sino simplemente la evaporación de esa militancia.
Como contracara, la búsqueda desde 2003 de escenarios más justos, con el agregado del golpe emocional que significó la súbita muerte de Néstor Kirchner, produjo una avalancha de jóvenes sumándose al espacio de la política.
Más allá de las consignas que esa juventud expone en los mitines y asambleas, poco y nada tiene que ver su práctica ni su mirada estratégica con las de los jóvenes antecesores. No solo difiere con los jóvenes de los '70, sino también con el grupo de los ocho, que lideraba Chacho Álvarez durante el menemismo; o con el grupo de diputados del Frepaso que se opuso a la reforma laboral durante el gobierno de Fernando de La Rúa; o hasta con Miguel Bonasso o Victoria Donda, elegidos diputados en listas del Frente para la Victoria y luego emigrados.
Con razón política o sin ella, todos los nombrados se opusieron a medidas de gobierno en nombre de lo que consideraban un interés superior. Tenían o tienen una mirada más contestataria que complaciente. Hasta exageradamente confrontativa, a partir de la cultura que los insertó en la política o que heredaron de sus entornos personales.
La práctica de la actual juventud no se puede comparar con ninguna etapa previa del peronismo. Tal vez solo tenga algún parangón con la de los jóvenes que adherían a Raúl Alfonsín en 1983, aunque el hecho de tener otra escala de masividad obliga a un análisis independiente. En un caso y en otro, los jóvenes partían y parten del concepto que deben defender al gobierno; que las decisiones y los tiempos del gobierno son definidos con lógicas en las que se debe confiar a rajatabla y su tarea esencial en la política es apoyar.
La medida del éxito no es solo lo que se hace, sino además y sobre todo los votos que se obtienen en las elecciones. En el actual presente histórico, contar con una Presidencia elegida con mayoría absoluta, debería por lo tanto eliminar toda controversia o discusión acerca de lo correcto del camino.
Esta descripción, que resulta simple y es verificable cotidianamente en las manifestaciones públicas de las organizaciones juveniles, plantea sin embargo conflictos entre el decir y el hacer; entre los mitos convocantes y la realidad de cada día.
Esencialmente, ¿qué debe hacer un militante cuando se reúne con compatriotas que viven en un barrio sin cloacas; o con problemas de drogas; o con trabajadores golondrinas; o con cualquier manifestación de la pobreza y la exclusión que todavía existen en gran número en el país, a pesar de los notorios avances? ¿Es un representante del gobierno que explica que se necesita paciencia porque las mejoras ya vendrán? ¿O se debe convertir en un representante de los postergados, dentro del propio gobierno, para acelerar soluciones y para corregir evaluaciones y decisiones que puedan estar equivocadas o ser demasiado morosas?.